El silencio es ensordecedor y la tensión se palpa en el ambiente. En el Campo de Batalla no habrá tiempo para maniobrar.
Estamos de pie en el campo de maniobras de la Base Militar Álvarez de Castro en Figueres. Frente a nosotros, varios grupos de soldados, totalmente equipados, armados y con la cara pintada, esperan las órdenes de sus superiores. Todos callados, concentrados, distantes...
Nosotros nos reímos con la mirada, nos hacemos fotos con el móvil y grabamos toda la estampa. Estamos contentos, llenos de excitación, como niños. Nos han colocado un chaleco y un casco militares y aguardamos a que dé inicio el juego. Pero aquello no es ningún juego...
A medida que pasan los minutos, el silencio se hace ensordecedor. Sólo lo interrumpe los avisos de radio que nuestro sargento, nombre en clave Gorila, recibe de forma intermitente. La tensión se palpa en el ambiente. Las maniobras están a punto de comenzar. Debemos concentrarnos. En el campo de batalla no habrá tiempo para juegos, ni si quiera para maniobras.
Nuestro sargento recibe la última orden y nos ponemos en marcha. «Vosotros siempre detrás de mí, no os separéis», nos ordena nuestro binomio (el soldado que nos han designado y de quién no debemos separarnos). A lo largo de las siguientes dos horas corremos, saltamos, nos agachamos, nos arrastramos, pero sobre todo, esperamos. Esperamos mucho tiempo, estirados entre la hierba, en cuclillas, medio sentados, como podemos. Esperamos en silencio, atentos, tensos, inmóviles. Las rodillas duelen, el chaleco y la mochila pesan, hace mucho calor, pero debemos seguir esperando. El más mínimo movimiento, cualquier paso en falso y podemos poner en peligro a nuestro grupo y a la misión.
«Detrás de mí», nos siguen repitiendo. Intentamos obedecer, sin saber si lo estamos haciendo correctamente. Nos sentimos en medio, constantemente estorbando, pero nadie nos recrimina nada. Les han ordenado salvaguardarnos y eso harán hasta el final. Aún así, no podemos evitar preguntarnos cuántas veces los habremos puesto en peligro con nuestra presencia. Todavía peor, cuántas veces nuestra presencia no nos habrá puesto en peligro. Sólo las balas de fogueo delatan la verdadera naturaleza de aquellas maniobras, por lo demás, estamos en plena batalla.
La espera se acaba y corremos de nuevo. Saltamos por una ventana y nos infiltramos en un edificio. «Entrar a limpiar» nos han dicho que se llama. Matar, eliminar al enemigo sería la traducción. Aquella expresión nos paraliza pero debemos seguir adelante.
En cierto momento, «hieren» a un soldado. Él grita y grita, se retuerce de «dolor». Dos compañeros lo tumban, le arrancan la camisa y le practican el protocolo médico. Cuando está mínimamente asegurado, otros dos lo levantan, lo tumban en la camilla y se lo llevan. Yo los acompaño. Ana se queda con los soldados, maniobrando. Corro junto a la camilla. Salimos del perímetro y suben al soldado a una ambulancia. Sigue gritando. La doctora le pregunta por su familia, si tiene novia, intenta «calmarlo» mientras lo examina y le retira las gasas compresoras. «Se llevan la simulación al extremo» pienso para mí. Se lo comento a los dos soldados que hacen guardia junto al vehículo. Se ríen.
El ejercicio no ha terminado, pero allí, fuera de toda acción, la tensión se dispersa. Los soldados hablan tranquilamente, comparan las playas gerundenses con las de su provincia de origen. A mí me hacen subir a un segundo camión. La radio está encendida y oigo todo lo que sucede en el campo de batalla mientras me quito el casco y estiro las piernas. Casi media hora más tarde, escucho que rescatan a los objetivos y la misión concluye.
Los soldados suben conmigo al camión y nos trasladamos de vuelta al campo. Allí me reúno de nuevo con Ana y con el resto de reporteros, con quien intercambiamos nuestras experiencias. Intenso, instructivo, revelador, divertido, sucio... Cada cual le pone su propio adjetivo(s) pero todos estamos de acuerdo en algo: no tenemos intención de enrolarnos como corresponsales de guerra, al menos a corto plazo.
Comments